MAPA DE EVENTOS

MEMORIA DE SANTA FE

BAJEN
LAS ARMAS

Crónicas de la vida de Pocho Lepratti, nuestro
levantamiento popular y la violencia estatal

“Hay que pasar el invierno.
El invierno eterno no existe,
si despertamos se va.
Podemos y debemos construir la primavera”.
Pocho Lepratti-

Cerramos los ojos.
2001.
Foto: la policía montada golpeando a las Madres de Plaza de Mayo.
Foto: la palmera prendida fuego con la Casa Rosada de fondo.
Foto: las motos con policías tirando tiros en círculo, policías cargando personas de los pelos, golpeando a nuestres xadres, amigues, compañeres.
Foto: helicóptero, cacerolas, bancos ardiendo.


Imágenes que condensan un momento, el 2001. Que construyen nuestra memoria y resguardan el olvido. Imágenes que nos despertaron y nos movilizaron en aquel momento. El Polaco cuenta que se fue en bici al centro porteño cuando vio los palos a las Madres. La tele nos mostraba nuestros barrios, nuestras ciudades con todas las fuerzas policiales desplegadas. Quienes nacimos en los ochenta escuchábamos por vez primera la palabra “estado de sitio”.

Parecía que todo estaba podrido. Sin embargo, los relatos de las personas nombran repetidamente la solidaridad, la confianza en les otres, la hermandad en la lucha. Y en el imaginario colectivo, la calle se recuerda como lugar de encuentro.

Imágenes que nos siguieron despertando y movilizando: cuando Fernando de la Rúa y Carlos Reutemann murieron impunes por aquella represión, cuando Ricardo López Murphy cantó canciones de victoria hace solo algunas semanas, cuando las causas de las personas que fueron asesinadas en la represión policial se cerraron impunemente.

El eco de esas solidaridades callejeras, de ese hartazgo, de esa rebeldía destituyente, “que se vayan todos”, resuena en este informe.

En esas jornadas, murieron 39 vecines, 9 de elles eran niñes y jóvenes. Aunque no existen datos oficiales al respecto, más personas murieron después, por consecuencias de la represión de esas jornadas... Solo en la provincia de Santa Fe, las fuerzas represivas asesinaron a 9 personas. Una de ellas fue Claudio “Pocho” Lepratti.

Una bala de plomo, un tiro certero en la tráquea de esa garganta gritando desde el techo de un comedor escolar. Un pedido, una interpelación directa a las fuerzas policiales. Bajen las armas. Pibes, pibas comiendo. Dejen de tirar que esto es una escuela. No lo pudieron callar. Claudio, el que eligió vivir en Ludueña. El ángel de la bicicleta. El Pocho hormiga. “Un pibe más en los recreos'', dice Andrea, una de sus compañeras de trabajo en la escuela Olguín. El que intercambiaba cartas con sus hermanas. Él, que retrataba con su cámara a las personas y luego les obsequiaba las fotografías, en épocas en que las redes sociales y la camarita selfie no existían. El que reía mucho, hablaba poco y reflexionaba junto a otres. Pocho, el que llegaba a la noche a visitar a su familia y a la noche siguiente partía, el que habló por teléfono el 15 de diciembre a su casa natal unos días antes de que lo asesinaran y le dijo a su mamá que iría para Navidad.

En los tiempos de hambre: monocultivo



Hablar de Pocho Lepratti e inspirar en él, en su vida, en su muerte y en sus ecos un informe, es una tarea compleja. Se parece a caminar por una línea imposible que une el reconocimiento individual y el colectivo. Lejos de glorificarlo: embarrarlo. Lejos de individualizarlo: colectivizarlo.

Los pies de Pocho pedaleaban los barrios de Rosario y se detenían para abrazar a las mujeres que sostienen ollas populares, para conversar con les jóvenes que empezaban a mover el cuerpo al ritmo de las murgas. Pocho pedaleaba y cocinaba y abrazaba y tejía, mientras en Argentina sucedía el saqueo. Él compartía mientras nos enseñaban a comprar y hablaba mientras nos repetían que callemos.

Las manos de Pocho revolvían una gran olla de comida mientras la empresa Monsanto, por primera vez en la historia de la humanidad, patentaba una semilla: la soja RR1 tolerante al glifosato. Es marzo del año 1996. En apenas 81 días, en un trámite exprés impulsado por Felipe Solá y con información proporcionada solo por Monsanto, la ley de ingreso de los transgénicos en Argentina era aprobada en el Congreso. Un par de meses después, en noviembre de ese año, la palabra “seguridad alimentaria” retumbaba entre los pasillos de la Cumbre Mundial sobre la Alimentación en Roma, fijando un objetivo: la erradicación del hambre.

Ese mismo noviembre de 1996, hacía calor y CORREPI presentaba el Archivo de personas asesinadas por el aparato represivo estatal. Meses antes, el presidente Carlos Menem había “explicado” a los medios por qué crecían las denuncias públicas por fusilamientos policiales: “Hay periodistas de pluma fácil”, dijo (CORREPI, 2017). La respuesta de CORREPI fue contundente: 262 casos de personas asesinadas, desde diciembre de 1983, por gatillo fácil, muertes en cárceles y comisarías. El archivo no pararía de crecer desde ese entonces y se profundizaría en el 2001.

Los ojos de Pocho impregnaban las miradas de quienes lo rodeaban, mientras se producía un cambio histórico en el modelo agroalimentario de Argentina. Era diciembre de 1996 y, en pocos años, la superficie cultivada con soja en el país pasará del 5 por ciento al 60 por ciento (Filardi, 2019). Mientras el monocultivo avanzaba sobre bosques nativos, selvas y humedales, en Rosario avanzaba la organización barrial sobre un terreno caótico, de hambre, inflación y crisis.

Mientras la sojización estaba en marcha, Pocho Lepratti celebraba junto a un grupo de compañeres una lucha que dieron en la Cocina Centralizada de Rosario: un espacio, dependiente del Estado provincial, que cocinaba para varias escuelas. Allí se producían 30 mil raciones de comida y 60 mil copas de leche en un contexto de hambre y de emergencia alimentaria. Un grupo de trabajadores y trabajadoras comenzó a organizarse para que el Estado reconociera sus derechos. El Estado respondió despidiendo a su delegado: Angel Porcus. Después, despidieron a Pocho por solidarizarse y comenzó una lucha que duraría meses. Salieron a la calle y comenzaron un acampe que duró cuatro meses. Celeste Lepratti, la hermana de Pocho, nos cuenta que, durante ese tiempo combativo, intentaron desmovilizarlos de muchas maneras, llegando a poner en riesgo sus vidas: “Los intentan matar a ellos, les prenden fuego una carpa”. Gracias al reclamo sostenido y a las amplias solidaridades, los despedidos fueron reincorporados y lograron derechos laborales. Pero La Cocina Centralizada fue cerrada y, en su lugar, se abrieron los comedores escolares: “Lo que hacen es separarlos, buscan dividir esa organización lograda, ese nivel de solidaridad y compañerismo, y los envían a lugares muy distintos”, narra Celeste. Como escarmiento, a Claudio lo mandan a trabajar a una escuela en barrio Las Flores que le quedaba muy lejos de Ludueña, el barrio donde vivía. Por ese entonces, Pocho era delegado de Base, congresal provincial de ATE y congresal de la CTA. En esa escuela sería asesinado el 19 de diciembre de 2001. Esa en la que el Estado sí lograría matarlo.

Así, mientras algunes cocinaban para les niñes con hambre, el Estado y el mercado proponían soja para sembrar, soja para reemplazar la carne y soja para reemplazar la leche. Los comedores se llenaban de donaciones de soja y recetas con soja. Y mientras la pobreza crecía, las alacenas en las casas se vaciaban, la malnutrición aumentaba y los comedores se multiplicaban. Aquello que Raúl Alfonsín empezó en 1984 con la “Caja P.A.N.” (Programa Alimentario Nacional), esto es, la entrega de alimentos a las clases subalternas, nunca fue una política a término porque la pobreza fue una política sostenida. Y así, tantas mujeres, hasta hoy, revuelven las ollas en los barrios y procuran la diversidad de nutrientes, como pueden, mientras el Estado retacea mercadería y ofrece la Tarjeta Alimentar.

“No hay hojas, no hay flores, no hay frutos, entonces sostengamos las raíces”

Vocación



Convocar una imagen religiosa: David contra Goliat, en el Antiguo Testamento católico. La épica del pequeño joven contra un gigante poderoso.

Convocar una imagen histórica: el joven en la avenida 9 de julio, tirando una piedra, inmortalizado en una fotografía por Enrique García Medina.

Convocar a Pocho citando las comunidades zapatistas: un mundo donde quepan muchos.

Tres imágenes que nos permiten hablar de Claudio Lepratti en ese complejo y profundo cruce de espiritualidad y política. Pocho estudió varios años para ser hermano de la congregación salesiana de la iglesia católica. “Nunca quiso tratar de imponer nada. Algunos decían que creía en el evangelio práctico y además lo hacía”, dice Celeste.

Él estaba unido a los sectores empobrecidos y, en particular, a les jóvenes. Su segunda hermana más joven cuenta que Pocho viajaba mucho para formarse, tanto teológica como políticamente. Compartió un mes, en 2001, con el Movimiento Sin Tierra de Brasil. Antes de ese viaje que marcaba su tejerse con otres en el Abya Yala, se mudó a Funes, cerca de Rosario, para hacer su carrera religiosa. También vivió en La Plata para eso y después volvió a Rosario, al barrio Ludueña, porque quería construir ahí una vida con les más humildes.

Nacido en el campo profundo litoraleño, Pocho nunca dejó de ser un viajero. Viajero de esos que llevan registro de sus viajes, notas, fotos y aprendizajes. Pocho no coleccionaba souvenirs ni recuerdos: tejía miradas del mundo, tejía rebeldías y organización. “Empezó a invitar a estos jóvenes con los que trabajaba y ya después eran los jóvenes los que también viajaban, buscaban formas de organizarse para bancar los viajes y la formación de otras y otros”, cuenta Celeste.

Su hermana comparte que Pocho escribía con imágenes: sacaba fotos con su cámara, que relataban ese mundo de injusticias que le encendían la sangre. Antes de las selfies y los celulares, él registraba un mundo que no era una postal, sino un mapa de las transformaciones por venir.

Celeste cuenta que fue recién después de su muerte que su familia empezó a conocer más en profundidad todo lo que Pocho hacía, todas las personas, lugares y cosas que había tocado. Después de su muerte, Pocho sigue tejiendo.

Ese David del asfalto roto y el barro, el de la épica de las villas. David con su cámara, produciendo imágenes que serán la mecha de los incendios futuros, incendios necesarios. David rodeado de otres, con las caras tapadas y los pechos descubiertos. David de les jóvenes. Goliat de los palacios, el gigante que llama violentas a las personas pobres, a les mapuche, a las travas. Goliat de los micrófonos.

Lo terrenal de la memoria



“No hay hojas, no hay flores, no hay frutos, entonces sostengamos las raíces”, escribió Pocho Lepratti en una de sus agendas. Algo de esa frase anónima que no sabemos de quién escuchó aparece en los diálogos con Mariano y Dafne, quienes hoy son parte del Bodegón Cultural Casa de Pocho.

“Pocho vive”, se lee en la paredes del barrio Ludueña en la ciudad de Rosario, provincia de Santa Fe, cerquita de la casa en la que Pocho Lepratti vivió desde fines de los ochenta y que hoy es un espacio de construcción colectiva. Un pedacito de nuevo mundo.

Cuando matan a Pocho, unos cuatro o cinco meses después, sus compañeres del cotidiano, del barrio, le hacen una carta a su familia. En esa carta, les proponían darle continuidad a algo que Pocho siempre había hecho: tener una casa de puertas abiertas. Así, la casa mutó para seguir dando calor y abrigo, frescura y agua a quienes allí se acerquen: “No podía ser para otra cosa, no tenía que ser de otra manera”, nos dice Celeste y nos cuenta que con su familia no tuvieron dudas de que el mejor destino para lo que había sido una vivienda era seguirlo siendo para quienes desearan habitarla colectivamente.

Así empezó a crecer un espacio que, hasta el día de hoy, es parte del cotidiano de quienes viven en Ludueña. Después del 2001, bibliotecas populares, sindicatos, asambleas, coordinadoras de familiares, organismos de derechos humanos florecieron y se multiplicaron. Retoños organizativos que brotaron allí, en ese lugar de encuentro. Tallos que se fortalecieron alimentados por la necesidad de mantener una memoria viva y colectiva, una exigencia de justicia.

La Comisión Organizadora No Gubernamental fue uno de esos territorios en resistencia cuya labor consistió en hacer lo que la justicia estatal no hacía: ir a los lugares donde acontecieron los asesinatos, recoger testimonios, investigar distintas puntas de lo sucedido, advertir sobre las cadenas de mando, denunciar las responsabilidades en los asesinatos, acompañar a familiares. Cuando se agotó esa experiencia, nació la Asamblea del 19 y 20 que, hasta el día de hoy, mantiene una memoria vigente de lo sucedido.

El Bodegón Cultural también es parte de esa memoria: revive a Pocho todos los días, lo tiene a flor de piel: “Eso es lo místico”, nos dice Dafne, que hace 8 años es parte de la Casa de Pocho y que, aunque no lo conoció en persona, nos confiesa que fue Pocho quien la hizo atravesar latitudes desde su México natal hasta la ciudad de Rosario: “Él me trajo a vivir acá”, nos dice.

Es intangible, pero se vibra, atraviesa la sensibilidad de quienes habitan la casa. Una sensibilidad que, a pesar de los años, de la tristeza y dolor, permitió que la rabia se convirtiera en alegría para la lucha.

Más que santificarlo y elevarlo, encarnarlo. Más que alejarlo, traerlo a este plano terrenal.

Mariano recuerda cuando llegó la madre de Franco Casco a decir que no encontraba a su hijo y que la ayudaran a buscarlo. La acompañaron. La abrazaron. Lloraron con ella cuando encontraron su cuerpo en el río Paraná. Denunciaron a los policías que lo desaparecieron forzadamente, tras haber tenido un paso por la comisaría séptima de Rosario, en octubre de 2014.

Acompañar la vida, en serio. Como decía María del Carmen Verdú, una de las fundadoras de CORREPI. Lúcida, clara, precisa, con un rostro curtido por tantos años de batallar contra un Poder Judicial que criminaliza las protestas sociales: “Convertir el más abismal y destructor dolor personal en motor para la lucha organizada. Trabajar en el lado oscuro de la luna. Un trabajo que es como hacer partos en una funeraria”.

La historia del Bodegón Cultural es la historia de Pocho Lepratti, sí, y también de toda una red afectiva y política que, durante más de 20 años, desde su asesinato, sostiene junto a otres actividades culturales, de educación popular y de reivindicar y sostener derechos, como el de la alimentación. Batalla por la soberanía alimentaria, lucha contra los programas alimentarios propuestos por el Fondo Monetario Internacional, bandera contra la atomización y por lo colectivo, por comer juntes, por defender la alegría y el buen comer como trinchera. Poniendo el cuerpo.

Y dejándose atravesar el corazón.

"Hay que cambiar, hay que cambiar. Hay que cambiar hay que cambiar. Hay que cambiar pero mi amigo está prohibido olvidar"

Y dejándose atravesar el corazón.

Juventud divino tesoro



“Ustedes tienen mucha pinta de haber estado en Plaza de Mayo”.
Frase de un policía en el barrio de La Boca, 21 de diciembre, recordada por el Momo.

“Mucha juventud en la calle, porque imaginate, toda esa situación de hambre, de miseria, tenía en una vivienda viviendo a dos o tres generaciones juntas, y los padres jóvenes con sus hijos sin opciones de qué hacer”.
Testimonio de Jesús Tello, de su experiencia el 20 de diciembre en Córdoba capital.

“Estaba prendido el noticiero de Santo Biasatti y pasaban la represión y que se volvía a pudrir en Plaza de Mayo. No recuerdo cuánto lo deliberamos, pero supongo que no fue mucho. Nos preparamos, pasamos por una verdulería y compramos limones para mitigar un poco los efectos de los gases. Nos subimos al bondi sin pagar y nos fuimos para allá”.
Testimonio de Andrés, de su experiencia el 20 de diciembre en Capital Federal.



Imagen: la Avenida 9 de Julio es un mar de escombros. Por el medio de la calle, dos personas caminan agarradas de la mano. Una con el torso desnudo y un palo en la mano, las dos con la cara tapada. Mientras, infinidad de barrios populares, a lo largo y ancho del país, convulsionados como un avispero movido, en supermercados, en esquinas, en la vereda, sintiendo el levantamiento popular.

En esta historia, las juventudes tienen un lugar central. Eses, que son les causantes de todos los males en tantos discursos adultocéntricos, fueron las flores de un jardín perfumado de diciembre. Elles también sabían que así no se podía seguir. No porque tuvieran dólares en el banco, sino porque no tenían ni trabajo ni casa, ni comida para sus hijes. Y en cada joven rebelade, que buscó en la lucha callejera a un referente que le acompañe, vive el legado de Pocho. Así le pasó a Jesús Tello, en Córdoba, el 19 de diciembre.

Pero les jóvenes en todo el país sintieron el temblor del 19 y 20. Pocho tuvo especial atención hacia les jóvenes, como lo tuvo hacia los territorios populares donde habitaban. Él entendía que las comunidades eran los lugares históricos de expresión de les jóvenes. Elles no estaban en las comisiones directivas. Estaban en los barrios y la obediencia no era su lema.

Pocho hacía primavera. Propiciaba tierra fértil para el crecimiento de espacios de juventudes. Eso dictaba su convicción y eso había aprendido también en su formación salesiana. Luchar contra el adultocentrismo, decía Pocho en un trabajo de Pedagogía Salesiana, “no es luchar contra los adultos, sino contra una de las expresiones de esa cultura dominante” (Lepratti, 1999: 07). Pero era, también, construir nuevas identidades. Les jóvenes no están esperando ser adultes o volver a ser niñes. No son un eslabón perdido en el mundo lineal. “En ese sentido, es importante la enseñanza de los pueblos originarios de nuestro continente, que ven (...) que pasado, presente y futuro se vinculan concatenadamente”. (Lepratti, 1999: 05)

Pero además, les jóvenes están atravesades por el conflicto de clases. No da lo mismo dónde y cómo. Les jóvenes con que Pocho trabajaba sufrían hambre, frío e “incertidumbres que apuran la vida”. En ese tiempo no lineal, no todes tenían el mismo tiempo. Esto decía Pocho.

Celeste Lepratti cuenta: “Siempre buscaba encontrar espacios con otras posibilidades para los más chicos. Trabajar con los más jóvenes, adolescentes. Se juntaron junto a él grupos juveniles, claro que lo hacía junto a otras y otros. Cuando veía una actividad, un grupo que se ponía en marcha, él se corría. Y es muy difícil hacer eso. Ese trabajo invisible, él tenía esa capacidad hermosa de no volverse necesario y que otras y otros protagonizaran sus procesos”. A lo largo de su caminar por Ludueña, se conformaron más de 10 grupos de jóvenes. Espacios que, al decir de Edgardo Montaldo, el cura con el que Pocho trabajó y caminó el barrio muchos años, debían ser multiplicados para que les jóvenes se sintieran cómodes.

Pocho entendía que el masculino, como género supuestamente neutro del lenguaje, era excluyente y, por eso, hablaba de todas y todos ya por el año 99; y ponía un especial acento sobre la cuestión, afirmando que, si era masculino, no era neutro.

Pocho decía que el requisito de todo régimen, donde la democracia está siempre por encima de cualquier dictadura, debe respetar y estar al servicio de la dignidad y los derechos de la persona humana.

Pocho creía, también, que era necesario desarmar los discursos sociales que estigmatizan a las juventudes: una por una, fue desarticulando las construcciones esencialistas del poder de arriba, el carácter romántico del ser joven, las sanciones sociales respecto a “cómo se espera que los jóvenes actúen ante las exigencias del mundo adulto”. (Lepratti, 1999: 07)

Cuántos estereotipos, cuántas afirmaciones hechas sobre nuestras juventudes: “Dejalo, es joven, ya se le va a pasar”, esa frase que Pocho se encargó también de cuestionar en una invitación a la rebeldía permanente, a una construcción de la identidad en reniegue con la integración a lo que el mercado capitalista nos propone como la felicidad.

Pocho promovió la conformación de la Coordinadora Juvenil: los distintos grupos empezaron a unirse y a encontrarse en sus actividades. Ir a pescar, hacer un campamento en un pueblo vecino, marchar, armar la revista barrial, crecer una huerta, criar pollos. Acciones, procesos, existencias. Pocho verbo.

En distintos puntos del país, tomaban forma espacios que daban cuenta de una potencia, una necesidad de salir a las calles, de manifestarse después de tantos mandatos impuestos, de tanta dictadura metida en los cuerpos. Desde la raíz, brotaba una larga lista de procesos organizativos juveniles: los escraches de H.I.J.O.S. a los genocidas, la Ju.Ca. que marchaba por las calles catamarqueñas exigiendo justicia por el femicidio de María Soledad Morales, les jóvenes mapuche que junto a sus abueles y xadres empezaban procesos de recuperación de tierras, los espacios de expresión artística que aún persisten en el barrio de Ludueña, como la Escuela Orquesta promovida por Montaldo.

Claudio Lepratti fue, sin dudas, el peor alumno de las enseñanzas adultas: no abandonó su rebeldía. No asentó cabeza, sino que le crecieron alas. No se quedó quieto, no compró, consumió y descansó. Mantuvo el fuego intacto. Y lo compartió incansablemente.

”Que se vayan todos”

Tiraron a matar



El clima previo al 19 y 20 marcaba la inminente salida del pueblo a las calles.

El Polaco, la Chuchi, Andrés, Manolo y el Momo estuvieron en Capital Federal por aquellos días. Algunos vivían en Córdoba y, por casualidad, viajaron en esas jornadas. Otres vivían allá. Y aunque hoy están dispersos por el planeta, traer a la memoria aquellas jornadas les moviliza por igual. Recordar, volver a pasar por el cuerpo el ruido de las balas, los brazos cansados de tirar baldosas a la policía, el miedo a volver sin compañía a la casa cuando la policía estaba de cacería. La memoria tiene baches. La memoria tiene flashes, imágenes y olvidos. Las barricadas, el fuego, las tanquetas de la policía. Los bancos ardiendo. Autos Mercedes Benz destruidos. Les compañeres del Sindicato de Cadetería SIMECA llevando personas y ayuda a las calles. El aliento desde los balcones. Personas heridas. Libertad. Emoción. Miedo.

Andrés se acuerda “de la sensación de hermandad entre la gente que estaba. Me acuerdo de gente que tenía cuarenta y pico, y que se notaba que tenían experiencia en la lucha callejera, y nos decían cuándo correr, cuándo aguantar, cuándo había que correr la barricada para adelante. Había como un respeto. El resto los escuchábamos y hacíamos lo que nos recomendaban”.

“Venía corriendo al lado mío un chango y lo veo que se agacha y se agarra el pecho, lo vuelvo a mirar, veo que no se levanta. Y el chango cae para atrás. Y vuelvo y lo veo, y tenía un agujero en el pecho. Y él es uno de los muertos”. El Polaco se acuerda de eso y se conmueve. Hoy, veinte años después y gracias a ese ejercicio de memoria, descubre que ese chico al que vio morir se llamaba Diego Lamagna y tenía 26 años.

Manolo recuerda un clima de rebelión y libertad. “Que se vayan todos” era el aire que se respiraba. Y relata que, ese 20 de diciembre a la noche, “la gente empezó a gritar en los balcones que renunció De la Rúa. Y hubo un segundo de silencio. Gente que se miraba sin palabras. Fue un segundo. Y después siguió la lucha callejera porque no importaba, la gente tuvo que volver a tirar piedras y la cana se puso de nuevo en posición represiva”.

Jesús estaba en Córdoba capital en aquella jornada y trae a la memoria un recuerdo similar: “Estábamos resistiendo a la represión (...) Ante la prepotencia, resistencia”.

“Estaban decididos a que sucediera lo que sucediera (...) Nos llevaron hacia un baldío y llegué a escuchar unos silbidos que sabía que eran balas de plomo. Y ahí me doy cuenta de que era mucho más grave de lo que creía”, recuerda Jesús sobre la represión que vivieron en barrio Villa 9 de Julio y que se llevó la vida de David Moreno.

“Correr y escuchar el ruido de plomo, diferente a las balas de goma. Con el miedo a sentir el frío en la espalda, que sea la tuya”, decía la Chuchi sobre las calles de la capital del país.

“La cana estaba sacada, descontrolada”, decía el Polaco. Todos los relatos repiten esa percepción. Sin embargo, al revisar lo que pasó a lo largo y ancho del país, en ciudades grandes, intermedias y pequeñas, vemos que las muertes, las persecuciones, los asesinatos con modalidad de ejecución, las golpizas, las balaceras a mansalva: todo eso junto hace bastante evidente que el descontrol estaba permitido, estaba organizado, estaba ordenado. Porque no fue una policía provincial ni una fuerza nacional. No hubo descontrol: hubo obediencia a una orden de reprimir, como quieran, a cualquier costo. La cana tenía impunidad, luz verde para matar1.

El 21 de diciembre de 2001, Mayra, Katrina, Nina y Peter repartían volantes en la esquina principal de su pequeña ciudad de 40 mil habitantes: Río Tercero, allí donde un atentado había hecho volar una fábrica militar 6 años antes. Denunciaban las muertes y la represión. Denunciaban el “estado de sitio”, aunque tampoco sabían muy bien qué significaba. Elles tenían entre 15 y 16 años, y también florecían por la vida de quienes murieron y por la vida de quienes vendrían.

Ante la prepotencia, resistencia

El problema nunca fue, para les gobernantes, que el pueblo tenga hambre. El problema es que se animen a tomar lo que necesitan.

No toquen si no van a comprar



Cada comunidad, y a veces con dificultad, recuerda sus muertos y sus muertas. En Corrientes, en Río Negro, en Provincia de Buenos Aires, en Tucumán, en Capital Federal y Gran Buenos Aires. Asesinatos que fueron a quemarropa, a corta distancia, de civil, persecutorios. Irreproducibles.2

El problema nunca fue, para les gobernantes, que el pueblo tenga hambre. El problema es que se animen a tomar lo que necesitan. En esas jornadas de 2001, gran parte de las personas asesinadas murieron por las balas policiales frente a las amenazas de saqueos. La defensa de las mercancías y el control social siempre están antes que la vida.

En cada situación caratulada de saqueo, hay también relatos que se superponen, que se entremezclan, que dan cuenta de la confusión, de las promesas de entrega de mercadería, de bolsones estatales de alimentos.

En la provincia de Entre Ríos, ocurrieron tres asesinatos en contextos de represión por saqueos. José Daniel Rodríguez trabajaba en un merendero de la Corriente Clasista Combativa en Paraná y tenía 25 años. El 19 de diciembre, fue a buscar comida a un supermercado Walmart, donde por la mañana se habían entregado módulos de alimentos del Estado y pidieron a las personas que volvieran por la tarde. Ante la negativa de entregar comida, se produjeron empujones y corridas. Daniel desapareció diez días y lo encontraron muerto en una zanja, quemado con gomas, después de haber sido golpeado y baleado. Eloísa Paniagua tenía trece años y Romina Iturrain, 15. Ambas, muertas por balas policiales en la represión a los “saqueos”.

En Córdoba, el caso de David Moreno se encuadra en las mismas condiciones: personas, niñes, jóvenes buscando comida, envueltes en la represión del Estado. La comida y las balas. La pobreza y la muerte.

David tenía 13 años. Terminaba el primer año del secundario. El 20 de diciembre, fue alcanzado en la espalda por cinco balas. Las de plomo, disparadas por el policía Hugo Ignacio Cánovas Badra. Este fue encontrado culpable de homicidio simple, lesiones graves y disparo de arma de fuego en un juicio que se desarrolló en 2017. Sin embargo, recién en 2019 fue encarcelado y aún sin sentencia firme, pues ha apelado hasta llegar a la Corte Suprema de Justicia.

Jesús Tello era vecino de David. Antes de empezar la entrevista, Jesús interroga a la interrogadora: “¿Vos sos militante?”. Intenta reconocer, a tientas, los tipos de confianza que podemos construir en la charla.

Para hablar de las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001, Jesús hace una triple genealogía de los noventa: la del empobrecimiento y sufrimiento del pueblo, por un lado; la de las tradiciones y repertorios de lucha de las organizaciones sociales y políticas, por otro; y la de su vida personal y familiar, por último. En ese cruce, Jesús lee el asesinato de un niño, en barrio Villa 9 de Julio, en Córdoba capital. Porque el hambre y la desocupación, en la historia que Jesús comparte, no son cifras o datos, sino condiciones en las que desarrollamos la vida, la muerte y las estrategias de supervivencia y lucha.

Cuando Jesús habla de David, se emociona. Se detiene. Se seca los ojos.

Cuenta que el 19 lo fueron a buscar les jóvenes del barrio, para encontrar un aliado con experiencia en organización popular y lucha callejera. Sabiduría y reconocimiento que esos jóvenes querían recuperar: astucia popular, saberes para el pueblo.

En Córdoba, en el supermercado del barrio, había un tumulto de gente, algunas mujeres con bolsas, expectantes de recibir comida, y otres con la convicción de tomar lo que necesitaban. Pero nadie pudo acercarse, porque la Guardia de Infantería les estaba esperando y desató la represión. El día después, 20 de diciembre, la escena se repitió. Y al llegar, Jesús vio el cuerpo de David Moreno cubierto con una colcha, muerto, en la calle.

Rosa y Eduardo, madre y padre de David, han tenido que vivir ya con más años de impunidad por la muerte de su hijo que los que pudieron disfrutar de vida junto a él. Y esa impunidad tiene ribetes grotescos si recordamos que, a los pocos días del asesinato, llegó a la casa de la familia Moreno el Sr. Juan Carlos Bisoglio, en nombre de la Procuraduría General de la Provincia, a ofrecer 50 mil pesos para calmarlos.

“Ante la mirada doliente e incomprensible de la mamá y el papá, el funcionario posiblemente sintió que el daño causado por el Estado que representa debería ser reparado con más dinero. Y no dudó de hacer una propuesta que no rechazarían: ‘Si quieren más, se los damos’. El silencio, el mismo que se escucha ante el dolor, se hizo presente y el Procurador recibió una magistral clase de dignidad” (José Fernández, 2017).3

GRACIELA ACOSTA
CARLOS «PETETE» ALMIRÓN
RICARDO ALVAREZ VILLALBA
RAMÓN ALBERTO ARAPI
RUBÉN AREDES
ELVIRA AVACA
DIEGO AVILA
GUSTAVO ARIEL BENEDETTO
WALTER CAMPOS
JORGE CÁRDENAS
JUAN DELGADO
VÍCTOR ARIEL ENRIQUEZ
LUIS ALBERTO FERNÁNDEZ
SERGIO MIGUEL FERREIRA
JULIO HERNÁN FLORES
YANINA GARCÍA
ROBERTO AGUSTÍN GRAMAJO
PABLO MARCELO GUÍAS
ROMINA ITURAIN
DIEGO LAMAGNA
CRISTIAN LEGEMBRE
CLAUDIO «POCHO» LEPRATTI
ALBERTO MÁRQUEZ
DAVID ERNESTO MORENO
MIGUEL PACINI
ROSA ELOÍSA PANIAGUA
SERGIO PEDERNERA
RUBÉN PEREYRA
DAMIÁN VICENTE RAMÍREZ
SANDRA RIOS
GASTÓN MARCELO RIVA
JOSÉ DANIEL RODRÍGUEZ
MARIELA ROSALES
ARIEL MAXIMILIANO SALAS
CARLOS MANUEL SPINELLI
JUAN ALBERTO TORRES
JOSÉ VEGA
RICARDO VILLALBA

“Se produjo el corrimiento del límite de lo terrible”

El laurel y la
comensalidad



“Hay, amor, gente ingente contra los insurgentesque aman la vida, se aman y fundan un hogar.
Ellos odian sin tregua la ollita de los pobres.Salen con guardaespaldas a matar el laurel.Entran a los talleres con ametralladoras y matan estudiantes para ganarse el mes.Pero como se dice que casarse no es nada la ollita condenada hace el guiso al revés: se pone subversiva en las ferias del pueblo y pelea los precios con la gente inocente, esa que nada sabe pero quiere saber: ¿por qué se pone rojo el precio del tomate? ¿quién nos veda la carne si es que ese quién es quién? ¿quién hurta los fragantes ángeles de la fruta y acapara el azúcar lejos del almacén?”.

Fragmento. Armando Tejada Gómez,
Canto Popular de las comidas.



Mientras que en el 96, la tele reproducía el mote de “rosarinos comegatos” tras una filmación que realizó el canal TN en la zona sur de la ciudad de Rosario, la organización barrial se iba tejiendo en redes vinculares y afectivas a partir de la comida de norte a sur, de este a oeste en todo el territorio argentino.

Picar ajo y cortar cebollas, cuidar que el arroz no se pase, sazonar la comida, hacer que esté sabrosa es mucho más que hacer un buen plato de alimentos; es propiciar la diversidad de sabores y fortalecer los cuerpos ante la crisis. Es preguntarse por qué aumentan los precios, por qué disparan balas contra las ollitas populares. Es darle gustito colectivo a los cotidianos, es echarle laurel a las comidas.

Comer tiene un prefijo: “com” que significa “con”. Para hacernos acordar de que no deberíamos comer en soledad. Que ser comensales es estar junto a otres: “Nos juntábamos para hacer cosas juntos”, se escucha en un viejo registro de la voz de Pocho.

Siempre hubo ollas populares en el barrio, nos cuentan Dafne y Mariano. Durante finales de los noventa, se sostuvieron de manera diaria, pero, luego, “hubo un período de años donde a lo mejor no había tanta necesidad en ese aspecto alimentario y las ollas empezaron, no a ir desapareciendo, pero sí transformándose en otras cosas, más desde lo cultural”, cuentan. Tras la emergencia de una pandemia global, volvieron a resurgir con fuerza y, como Bodegón, decidieron no generar su propia olla, sino sumar cuerpo y recursos a otras ollas populares que surgieron en el barrio.

“La Mecha sigue encendida”, se lee en una de las paredes muraleadas de este espacio barrial: y es que allí trabajaba Mercedes Delgado, quien murió asesinada tras quedar en una balacera en el año 2013.

Otra vez, se escuchaba el eco de la voz de Pocho diciendo que bajen las armas. Solo que, esta vez, las armas estaban en manos no solo de la policía, sino también del narco.

“Se produjo el corrimiento del límite de lo terrible”, nos dice Mariano mientras reflexiona sobre el crecimiento del negocio de estupefacientes en Rosario.

Y es que la profundización del narcotráfico en la ciudad se dio de la mano de la tolerancia política a estas prácticas, de la cobertura policial, del amparo judicial. El crimen organizado generó que Rosario estuviese en la cima de las estadísticas de homicidios violentos con 183 casos en el 2012 (Crisis, 2013, documental).

No es casual: más de 20 años de políticas neoliberales rediseñadas y aplicadas en distintas escalas hacen de Rosario una de las ciudades donde las jugarretas financieras tuvieron más espacio.

No es casual: por los puertos de Rosario, a partir del 97, comenzarían a salir las cargas de Bajo La Alumbrera, el megaemprendimiento minero situado en Catamarca. En la terminal 6, las entrañas de la tierra deglutidas por el capital llegan en forma de minerales atravesando provincias hasta un puerto privado. Un crecimiento citadino espeluznante se produjo alrededor del puerto: el boom inmobiliario y el mega negocio sojero encontraron también su territorio de despliegue.

No es casual: hay gente ingente que come y devora a otra gente. Políticas del terror que se dedicaron a cazar jóvenes, a propiciar una tierra favorable para la desidia, a romper lazos comunitarios.

Pero hay, también, otra gente que vuelve a enlazar, que coloca en ollas populares una verdura de su huerto, que se va por las cocinas haciendo que no le falte aroma a las comidas. Y que, como diría Tejada Gómez, lucha por que les niñes conozcan el laurel.

Porque el hambre y la desocupación no son cifras o datos, sino condiciones en las que desarrollamos la vida, la muerte, y las estrategias de supervivencia y lucha.

"Ese 'nosotros' hermosamente grande que él palpaba, sentía y construía todos los días"

Varón Fernández

Pocho vive



“Yo tenía 23 años. Concepción era un pueblo chico. Los medios lo nombraban como uno de los lugares donde se estaban produciendo saqueos. Yo veía a la gente con cara de preocupación. Con esas imágenes, me tomo un colectivo en Colonia Los Ceibos. Estábamos más tarde compartiendo esto, viendo lo que mostraban los medios de distintos lugares, con preocupación, y fue casi a las 9 de la noche que nos llaman por teléfono para comunicarnos el asesinato de Claudio”.

Celeste Lepratti


“Que la muerte de Pocho, es que Pocho se multiplicó, no es que lo mataron y todos salieron huyendo. Que cada une cerró su casa, sino al revés. Sino que nos fortaleció en ese sentido. De aquí tiene que salir algo, Pocho nos dejó algo”.

Dafne y Mariano



Celeste recuerda ese día. El día del fin y del comienzo.

Como tantes argentines, recordamos qué hicimos, donde estábamos, con quién nos abrazamos. Para ella y todes les familiares, nació un dolor sin tamaño. Pero dolores dispersos en los territorios, dolores con nombres propios, que en la resistencia y la lucha por verdad y justicia se fueron articulando y naciendo nuevos mundos.

Su hermano mayor, Claudio, su Pocho-hermano, Pocho-viajero, Pochormiga, fue gestando organización, incluso ya muerto. Nuestro compañero Pocho, todavía, nos emociona, nos enseña y nos inspira.

“Y ahora andamos con el Pocho por las calles, cargándolo en las pancartas junto a Juan, a Yanina, a Graciela y a todas las hormigas ejecutadas, cargándolo en las pancartas porque se quedó sin sangre de tanto ‘hacer el amor’, como dice Varón.

Eso sí, no era de los que se van así nomás, no te lo decía directamente, pero algo picando dejaba el muy guacho. En las chapas del techo de la escuela donde lo crucificaron, alguna Pocheada se mandó. Seguro que esa mancha ahí arriba, el charco seco, es mucho más que eso. Tal vez un mapa, un sueño, una flecha que señala por dónde va a llegar el fin del invierno o simplemente algunas tareas o notas de viaje, pero seguro que algo dibujado, escrito o manchado dejó para todas las hormigas que formaban ese ‘nosotros’ hermosamente grande que él palpaba, sentía y construía todos los días”.4

De la huelga de los metalúrgicos, a rezar con las mujeres de la comunidad de Ludueña, Pocho sostuvo muchos vínculos, sobre todo, con jóvenes. Gestó escuelas, centros de día, comunidades eclesiales de base. Salesiano en su práctica religiosa, trabajó muchos años cerca del Padre Edgardo Montaldo, que en 1967 había llegado al barrio de Ludueña como cura, hasta que rompe con la institución.

Les compas del Bodegón cuentan: “Pocho y Edgardo tenían una visión muy parecida en esto de tejer y esto de unir. Edgardo siempre decía ‘hay que sentarse con todas y todos’, obviamente que no era con cualquiera, se refería a eso, a tejer vínculos. Me puedo sentar con alguien, no importa qué credo profese, me puedo sentar con alguien”.

A Pocho lo conocían en todos lados y estaba en lugares tan diversos, tan distintos entre sí, y en todos lo querían, lo apreciaban: “Contaba Varón el otro día que estaban reunidos y estaba Pocho, y aparecía gente y le decían, se presentaban, le decían a Edgardo: ‘Yo me quiero sumar a hacer algo’. Y él les decía: ‘Venite un día que no tengas nada que hacer y vamos a tomar mates con la gente y vamos a charlar’”, dicen Dafne y Mariano en el Bodegón Cultural.

A Pocho lo conocemos tantas personas, lo queremos y le agradecemos en tantos rincones, que es imposible creer que no está vivo: vivo por sus palabras, por las canciones y libros que inspiró, vivo porque es semilla, porque su casa-bodegón sigue abierta, porque sus-nuestros carnavales siguen celebrando el nacimiento.

“Hoy fuimos muchas Hormigas seguimos haciendo memoria, Para que nadie se olvide lo que pasó acá. Y con fuerza les decimos no pudieron ni podrán”

La alegría como trinchera



“Hay gente que no llega a entender. En la iglesia, lo ubican como San Pocho… Y después, otro sector que a lo mejor quiere borrar esa parte de su idiosincrasia de profesar su religión, que era un motor para él. Caía en la huelga de los metalúrgicos y, antes de irse, repartía invitaciones para el pesebre viviente que hacían en el barrio. Hay que entender que era esa complejidad”, dicen Dafne y Mariano.

Las herencias mestizas, imperfectas, inventadas, entre sindicalismo, catolicismo, autonomismo y otros tantos sustantivos, hacen que la tarea de recordar a Pocho Lepratti sea un trabajo artesanal: unir partes de su hermosa inmensidad en una propuesta narrativa y estética. Un Pocho-tapiz.

La charla con sus compas del Bodegón Cultural, en esto, fue fundamental. Mariano se sumó al Bodegón hace 5 años. Desde el 2006, habita Ludueña. Narra que, después de la muerte de Pocho, muches tenían miedo, no querían salir. Otres estaban con mucho enojo y querían salir a romper todo en medio del desastre que era. Mariano tenía 13 años en 2001 y vivía a unas 30 cuadras de Ludueña. Mariano recuerda. Estaba mucho en la calle: “Mucha preocupación en casa. Yo era el más chico. No me dejaba salir. Mi viejo, ahora ya jubilado, era periodista. Yo escuchaba, él no quería contar, pero yo escuchaba cuando volvía a casa, porque él trabajaba en la calle, lo que le contaba a mi vieja de que andaba prácticamente esquivando balas mientras hacía su trabajo. Mucha incertidumbre, 14 o 15 horas por día laburando, llegaba temblando porque pasaba por situaciones… Yo veía, como que me encerraron y me dijeron ‘no salgas’”. Pero Mariano no iba a estar alejado mucho tiempo. Ya había escuchado de la lucha en su familia, por su tía y su tío que eran muy comprometides.

En esos tiempos, recuerdan, Rosario era una ciudad convulsionada. Algunes con la furia desbordante de querer salir a quemar todo, otres con miedo, incertidumbre, desazón. “A mí me parece de les compas muy rescatable que tuvieron la capacidad, a pesar de que estaban pasando por este momento tan doloroso para ellos, la capacidad de saberse organizar, de saber organizar la bronca. Esto que nos está atravesando, pensar, tener la cabeza para reunirse, para hablar, para pensar un montón de cosas”, dice Mariano.

De ese barrio, de esa sangre, surgió el primer carnaval: lo festejan el 27 de febrero, el día del cumpleaños de Pocho. Empezaron poco después de su muerte. Sus compas y vecines se sentaron a pensar qué podían hacer, qué podían hacer para ese día. Y surgió lo que, hasta hoy, se sigue llevando a cabo: celebrar la vida y no la muerte. Un carnaval que pone patas arriba el mundo de inviernos, deudas y tristezas que les poderoses tienen escrito para les pobres. Un día de fiesta popular.

Por supuesto que, al principio, fue un evento chico, modesto. Mariano y Dafne cuentan que, incluso, algunos vecinos decían: “¡Eh! Pero están festejando que se murió, que mataron a una persona”. Y elles responden: “No, no. De ahí sale el ‘Pocho vive’: no estás celebrando el asesinato, estás celebrando la vida, recordando, se está dando gracias por esa vida y se está diciendo que, en esa vida que Pocho tenía, es la vida que queremos seguir sosteniendo, esa vida digna, esa vida donde quepan todas, todos”.

Ese carnaval de febrero, que crece y nos convoca, es la “digna rabia” de la que hablan en Ludueña. Dignidad y organización que tiene en febrero los días de esplendor, pero que se vive desde cuatro o cinco meses antes, “cuando empieza el armado del carnaval, donde realmente confluyen todas esas organizaciones, actores, actoras que construimos carnaval. Al carnaval lo construyen un montón de organizaciones, personas, vecinas, vecinos, comunidades eclesiales de base, otras organizaciones que no pertenecen al barrio, pero que se identifican y que venimos caminando hace muchos años”. Durante meses, construyen colectiva y articuladamente las consignas, los afiches, la grilla de artistas. Una alegría profundamente política. Una verdadera fiesta de la vida no se improvisa: se amasa con paciencia.

¿Cuál podía ser el mejor regalo de cumpleaños para ese Pocho tejedor, Pocho cocinero, sino un carnaval, una imagen-tapiz tejida a mano, tejida desde abajo, tejida de colores? Ese carnaval, hecho con la alegría de vivir una vida colectiva y en la lucha, una de las fiestas que les de abajo sostienen frente a la tristeza como mandato.

Ningún poderoso podrá decir, jamás, que no sabemos celebrar. Por eso, gastamos el dinero que no tenemos. Y usamos el tiempo que no nos sobra. Aunque la eficiencia capitalista y tecnocrática nunca pueda entenderlo. Celebramos la vida y construimos la primavera.






1 Una excelente síntesis de ese proceso se puede encontrar en la película “39. El documental”.

2 Sintetizado en la nota de La Vaca: https://lavaca.org/recuadros/los-muertos-del-1920-de-diciembre-de-2001/

3 https://josecomunicando.com/2017/04/25/la-vida-sin-precio/

4 http://www.revistavientodelsur.com.ar/pochormiga/

MEMORIA DE SANTA FE

BAJEN LAS ARMAS

Crónicas de la vida de Pocho Lepratti, nuestro levantamiento popular y la violencia estatal
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