CARTOGRAFIA EN MOVIMIENTO

MEMORIA EN
RIO TERCERO, CÓRDOBA. (1995)

ONDA
EXPANSIVA

Reconstrucción del neoliberalismo
desde una ciudad volada por los aires

Onda expansiva

El 3 de noviembre de 1995, explotó la Fábrica Militar de Río Tercero.

Se bombardeó la ciudad con 25 mil proyectiles. O tal vez más. Cerca de las 9 de la mañana, se dio la primera detonación, seguida, a los poco minutos, por una segunda y una tercera, mucho más fuertes que la anterior. El hongo de humo, el pánico y las esquirlas se extendieron implacablemente por la localidad. La onda expansiva arrasó con las 30 manzanas circundantes a los polvorines.

Siete personas murieron ese día. Más de 300 personas fueron heridas y 15 mil, evacuadas.

Increíblemente, el 24 de noviembre de 1995, volvieron a explotar las bombas en Río Tercero. Según las explicaciones oficiales, por negligencia de Gendarmería, que estaba encargada de detonar los proyectiles todavía existentes en la ciudad. A 21 días de la primera explosión, la memoria —demasiado fresca— del horror duplicó el pánico en esa jornada.

En 2014, el Tribunal Oral Federal N°2 determinó que las explosiones fueron intencionales y planificadas, desenvueltas para ocultar el faltante de armas vendidas ilegalmente a Croacia y Ecuador. La Justicia encontró culpables de “estrago doloso” a cuatro militares retirados: Jorge Antonio Cornejo Torino, Edberto González de la Vega, Carlos Franke y Marcelo Gatto. El ex presidente Carlos Menem y Martín Balza fueron desvinculados por falta de mérito.

El camino judicial fue muy largo. La causa intentó cerrarse varias veces, tuvo magistrados que negaban la posibilidad de que no fuera un accidente y casi no investigaron. Amenazas a testigues, pericias adulteradas, muertes dudosas rodearon el camino a la justicia.

La potencia de la memoria, de algunos sectores movilizados y de querellantes particulares lograron que llegara a un final tardío, pero que explicaba lo sucedido. Aunque quisieron culpar a una chispa de un montacargas, a un cigarrillo mal apagado o al sabotaje de les trabajadores, la Justicia determinó que las explosiones fueron intencionales, que se planificó el día, la hora y la direccionalidad de la onda expansiva. Determinó que usaron un detonador programado y que su fin fue ocultar las armas vendidas a países a quienes decíamos garantizar la paz.

Televisor con programas de la decada del 90

Nuestra generación recuerda todos los detalles

Volver a los detalles

Escribimos sobre las ruinas de lo que fue un momento de nuestras infancias voladas por los aires. No hay palabra que salga ni abecedario que nos funcione cuando el cuerpo se nos derrumba, decía Pedro Lemebel. Y es que escribir sobre terrorismo de Estado no es otra cosa que escribir también sobre nuestras infancias, dejar que nuestros cuerpos de adultes niñes se nos derrumben para volver a levantarnos y contar. Contar con las tripas retorcidas y con una rabia que alimenta la escritura. Contar desde una memoria viva y comunitaria.

Escribir sobre terrorismo de Estado en tiempos donde Córdoba se prende fuego es irnos al pasado y permanecer en el presente. Sentir cómo se nos achicharra el corazón, cómo matan el poco bosque nativo que nos queda, cómo las acciones gubernamentales y empresariales siguen sembrando terror. Escribir sobre las explosiones de Río Tercero es revolver la olla de la memoria, es armar un refugio para las palabras de esos mundos que queremos preservar. Es un pequeño acto de rebelión frente al olvido.

La década del noventa se nos presenta a muches de nosotres como una época a la que volvemos poco en la narrativa de la memoria histórica. Tal vez porque a los años de nuestras infancias los construimos como años eminentemente biográficos: yo hice, tuve, mis amigues, mis torneos o cumpleaños.

Pero las infancias y las casas también están formadas por lo que pasa afuera. Es decir: la frontera entre el afuera y el adentro se vuelve borrosa hasta diluirse cuando observamos nuestras infancias más de cerca.




Menem prometía gobernar para les niñes pobres que tenían hambre y para les niñes riques que tenían tristeza. A les niñes que crecimos en Río Tercero durante los noventa, Menem prometía que la voladura del polvorín había sido un accidente. Y que no volvería a pasar. ¿Será que algunes merecen reír, otres solo comer y algunes ser bombardeades?

No hay nada de inocente, de santo ni de impoluto en nuestras infancias, nos decían Dorfman y Mattelart desde Chile, allá en 1973. No hay un Pato Donald inocente. Nuestras identidades se forjaron también en aquel 1995 que nos hizo correr y correr mientras las esquirlas se enterraban en el pavimento.

No hay infancias aisladas de la coyuntura, no hay infancias apolíticas. Para algunes, en el presente, resulta extrañamente vergonzoso hablar de los alfajores con dulce de leche o del nuevo microondas que aparecía en la casa en aquellos gloriosos y dolarizados años noventa. Para otres, eran tiempos de alacenas menguadas, de silencios y tabúes familiares, hogares de papás errantes e incertidumbres abundantes.


Imagen del 'Pato Donald'

Susana Giménez nos envolvía con su abrazo por la tarde noche, con su frescura y su risa exuberantes. Las cartas de nuestras madres al programa de televisión que conducía engrosaron los 32 millones de envíos epistolares que guardaban la esperanza de ganar. El sueño de cambiar nuestras vidas austeras con una fórmula mágica: ¡Hola, Susana! Ella nos prometía reírnos de todo. De todes. Pero, sobre todo, de ella y su simpleza millonaria.

Sin dudas, nos consagramos, en esos tiempos, como una sociedad colonizada por el deseo de las mercancías más hermosas. Esas libertades que festejaron nuestras madres y padres en los ochenta, con las esperanzas de pluralidad y democracia, se iban transformando en fantasías de consumo, en propiedad privada. Mientras reverdecían algunos medios de comunicación alternativos y los sindicatos perfilaban sus luchas por venir, el mercado se adentraba en nuestros sueños, siempre tan dulces, tan placenteramente nuevos.

La hiperinflación, que había sido la pesadilla disciplinadora de la clase trabajadora después de la dictadura militar, se había acabado. Cuánto mejor respiraban las familias sin la asfixiante atmósfera de incertidumbre. Esa calma, esa maldita y ansiada calma, tal vez nos permitió guardar cariño especial a nuestros alfajores, a nuestros microondas y a nuestros deseos de ganar, esta vez, sí, de estar del lado de les ganadores.


Imagen con Cannigia y Diego Maradona

Nuestra generación miraba Chiquititas. Miraba Cablín. Miraba a Morgado y Prol colgados del techo, con la cámara invertida, mientras los platos con panqueques salían volando. Estábamos en la escuela cuando se aprobó la Ley Federal de Educación y cuando vendieron Entel. Pero eso no nos hizo sordes a las explosiones de noviembre de 1995. Ni nos impidió ver cómo, frente a nuestros ojos y no en la tele, todo salía de verdad volando por los aires.

Estábamos en nuestras casas, estábamos en la escuela. Los vidrios reventaron. Corrimos. Buscamos a una hermana o a la seño. Esperamos que llegasen nuestros padres de la fábrica. Nuestras madres de hacer las compras. Volaron cosas, bajamos escaleras. Seguimos a la multitud. Lloramos, vimos llorar. Vimos el hongo en el cielo. Vimos el cielo amarillo marrón. Vimos las calles llenas de cosas y las casas abiertas como domingo de sol. Pero no era domingo. Era viernes.

Recordamos todos los detalles. Nuestra generación recuerda todos los detalles.

Es huella y es fuego
de la fiesta neoliberal

Menem lo hizo


Se sube al helicóptero presidencial y el viento de las paletas lo despeina. Su cabellera es importante para él, hace a su imagen. Apenas se sienta y abrocha el cinturón, acomoda con sus dedos sus pelos negros y grises. Piensa en la hora a la que volverá a la residencia de Olivos, en que no pudo almorzar y le hubiera gustado cenar bien. Mientras despega, tararea una canción, con cierta preocupación, casi como tic nervioso. Una canción siria, que su madre solía cantar. Esa música que, un año después, bailaría en el programa televisivo de Mirtha Legrand, jocoso y liviano, con una odalisca.

Ya sobrevolando los límites de la provincia de Buenos Aires, se repite una y otra vez lo que tiene que decir, el mandamiento que verterá a la prensa apenas las luces lo iluminen: “Se trata de un accidente, no de un atentado. Ustedes tienen la obligación de difundir estas palabras”.

Un accidente, no un atentado. Un accidente, no un atentado. Casi un trabalenguas. Se le mezcla con sus conocimientos sobre lo que pasó, con su charla con el Coronel. Se le mezcla con la canción y aparece la imagen de su mamá. Se pregunta qué tan grave será, cómo habrá quedado el pueblo. Recuerda lo que vio en aquel campo destruido por la guerra, en medio oriente. “No será tanto”. Tara-tara-tá...


El semiólogo C. S. Peirce explicaba que la cualidad de un signo en tanto que ícono es su continuidad directa con lo representado, como una huella representa a alguien que pasó, o como el humo representa un fuego cercano. Fuego y huella.

Carlos Saúl Menem, ex presidente argentino, es, sin dudas, ícono de los noventa. En su imagen, se trazan continuidades con hechos definitorios de la década. Es huella y es fuego de la fiesta neoliberal. Debería también ser ícono del despojo neoliberal, de la destrucción, del hambre. Deberíamos ver en su rostro la sangre, la desocupación, la depresión, la tristeza de un pueblo. Pero los medios, polítiques y famoses se han encargado de frivolizarlo. De frivolizar lo perverso.

Llegó a la presidencia bajo el sello peronista en el año 1989. Sus promesas de prosperidad, “modernización” y trabajo se mostraron rápidamente como una escenificación del neoliberalismo para las Américas, el llamado Consenso de Washington: privatización de empresas estatales, flexibilización laboral, descentralización educativa y sanitaria, primacía al mercado financiero.

Menem cerró su mandato, en el año 1999, con 21,5 % de desocupación, con una pobreza del 26 % y una desigualdad cercana a la que se vivía en 1989, épocas azotadas por la crisis hiperinflacionaria. Pero, además, el legado estructural del neoliberalismo menemista tendría largo arrastre en el país.

Si podemos seguir hablando livianamente de su figura —como hizo la actriz Moria Casán en septiembre de 2020, refiriéndose a las posiciones sexuales predilectas del político y su actitud “primate” en la cama— es, sin dudas, porque la industria cultural transformó la tragedia en farsa y pronto también en biopic, cuando lancen la serie de vida privada del riojano en el 2021.

Les lectores, conteniendo el aliento y si logramos sobreponernos al horror de esa imagen mental, seguramente estaremos lejos de esbozar una sonrisa. Pero esa frivolización algo nos dice sobre la figura de Menem, ese que bailaba con odaliscas en la televisión y que llegó a Río Tercero el mismo 3 de noviembre de 1995 con el mandato de lo que debía ser dicho: “Esto fue un accidente”. Accidente. ¿Accidente?

Menos de un año después, Menem anunciaba la “reconversión laboral” —eufemismo de despido— de 424 puestos de trabajo en la FMRT. Tal es la crueldad, que se blindaba legalmente al Estado de futuros juicios, indemnizando rápidamente en una especie de nuevo “punto final”. Tal es la crueldad, que Carlos Saúl Menem intimidaba a los medios para que repitan que fue un accidente lo que fue un atentado.

Años después, sería encontrado culpable del tráfico ilegal de armas a Croacia y Ecuador. Y aunque fue desvinculado de la causa de las explosiones en la Fábrica Militar de Río Tercero, les ciudadanes siguen reclamando su re-procesamiento.

Iconos de advertencia

Industria y crimen
están más relacionados
de lo que el sentido
común quiere ver

El oculto taller de la
producción


Delgado, con grandes gafas y mirada severa, Omar Gaviglio se sienta en la mesa de Nelson Castro. Mira a la cámara que lo enfoca. Está acompañado del abogado y entonces diputado Horacio Viqueira. Este se ve más cómodo con las luces. Gaviglio deja entrever una leve incomodidad, que brota de esa simpleza de quienes no miramos con soltura el lente.

Sin dudas, Omar está nervioso. Pero también está seguro de lo que va a decir. Esta sensación lo viene acompañando, o persiguiendo, desde el 4 de noviembre. Una tormenta interior que lo lleva del cobijo que da la verdad hacia el destierro que genera la verdad. Un vértigo de sentirse hacedor de un camino de justicia, pero saberse blanco de persecución a la vez. El periodista le pregunta por seis cañones que no están: “Obuses”, corrige Gaviglio, “y se han ido”. Mira hacia sus brazos cruzados. Habla de clonaciones de armamento, habla de envíos a Croacia.

Omar Gaviglio viene perseguido por una tormenta. Que dio su primer golpe en las explosiones, que seguiría cuando se lo impute, en diciembre de 1995, de estrago culposo por ser el jefe de la planta de carga de la Fábrica Militar de Río Tercero al momento de las explosiones. Un año después, el 31 de diciembre de 1996, le llega un telegrama que lo desvincula de la Fábrica. Antes, un general amenazaba con un recordatorio: la obligación de guardar silencio. Pero Gaviglio no sería amedrentado.

Va a llevar la pesada mochila de la imputación casi 5 años hasta ser sobreseído, desvinculado del delito a fuerza de tenacidad, de militancia, y de testimonio. En 2016, Omar fallece. Una vida profunda, necesaria y valiente, dijeron quienes lo amaban al despedirlo.


Foto de taller industrial

Al acercarse a la historia de Río Tercero, como la de muchas ciudades de Nuestramérica, la narración suele comenzar como la conquista: “(...) y el Sr. Tal llegó a la tierra y fundó”. En el caso de Río Tercero, el señor Tal es Modesto Acuña. Antes del propietario, no había nada. Propiedad o barbarie.

La ciudad de Río Tercero, hoy, tiene más de 50 mil habitantes y su historia está íntimamente asociada al desarrollo del ferrocarril, las industrias y el agronegocio.

La Fábrica Militar fue la primera de diversas fábricas que definieron una identidad industrial a la historia colectiva. Ocupan un predio de 450 hectáreas entre FMRT, Atanor y Petroquímica. “Casi otra ciudad”, describen quienes transitan ese polo fabril. Rodeado por el Río Ctalamochita al norte y por tejidos y arboledas en los otros flancos, el predio industrial es un entorno misterioso e inaccesible para las mayorías.

Un General, Manuel Savio, creó la Dirección General de Fabricaciones Militares en 1941 y fue su director hasta su muerte, en 1948. Savio, además, impulsó la industria siderúrgica y del caucho. Un hombre industrioso, que dejaría los mojones fundacionales de ese “desarrollo” que se propugnaba en la primera mitad del siglo XX: la naciente industria pesada nacional y de sustitución de importaciones. En articulación a su proyecto, se creaban escuelas técnicas para capacitar a les futures empleades. Hoy, Savio se llama la escuela y Savio es la avenida.

A finales de 1936, se comenzó a construir la planta de Munición de Artillería en Río Tercero. Fernando Colautti (2013) afirma que el entonces intendente de la ciudad y un concejal pidieron un préstamo a un vecino rico de la localidad para adquirir las tierras que garantizaran que la Fábrica se instalara allí. La industria siempre ha sido —ideológicamente— sinónimo de progreso. Y el deseo de progreso hace maravillas. A la planta de Munición, se le agregarían, con los años, la planta Química y Mecánica.


Foto antigua de taller industrial con personal

Desde su fundación y hasta los años 70, la FMRT fue una importante fuente laboral en la ciudad1; hasta los 70-80, la Fábrica contaba con 2 mil agentes. En el siglo XXI, no llegaría a 200 operaries. En el medio: el neoliberalismo, de dictadura y de democracia. La FMRT incorporaría personal para el arreglo de vagones de tren, aunque, en el período macrista, volverían a sufrir despidos, cierres y cesantías.

Carlos Menem, sin dudas, tuvo un especial protagonismo en ese proceso de descomposición de la industria. Primero, cambió a la Fábrica de la esfera del Ministerio de Economía al de Defensa. Y, luego, fue desmantelando y cerrando partes operativas. Pero, además, en 1991, se sancionó la Ley 24.045, que hacía pasibles de privatización a las Fábricas Militares. Así estuvieron, amenazadas, hasta 2015, cuando fue derogada.

En la década menemista, la FMRT podría haber pasado a manos privadas la producción de industria y defensa. Y aunque no lo fue, sufrió desmantelamiento y usos ilegales, siendo escenario central del tráfico de armas, explotación, despidos y su voladura intencional.


Aquel “oculto taller de la producción” que Marx analizaba para pensar el fetichismo de la mercancía es también el oscuro lugar del crimen. Industria y crimen están más relacionados de lo que el sentido común quiere ver.

Operaries descartables, bombas detonadas a costo de un pueblo para ocultar las bombas detonadas a costo de otros pueblos. Y un rastro de dinero que, tal como Marx lo había dicho, salió de la sangre y el trabajo de les obreres, y se esconde en alguna cuenta, aún intocable.

Armamento para guerra


“Ya está”, argumentó Menem desde la ciudad del país que más había crecido poblacionalmente en la década del ochenta2, la que crecía al lado del río Ctalamochita. La frase hacía alusión al hecho consumado. La voladura para acabar con las pruebas.

Desde el enclave químico militar nucleoeléctrico industrial de mayor envergadura en toda la provincia, un testimonio anónimo decía: “Sabíamos que, un día, iba a explotar todo”3, al día siguiente del bombardeo.

En esos primeros días, los medios reprodujeron lo que Menem les había dicho: la lluvia de esquirlas que se expandió en un radio de más de dos mil metros a la redonda habría sucedido por un “desliz humano” en el momento en que se ensamblaban proyectiles. El ministro de Defensa, Oscar Camillón, dijo ni bien ocurrieron las explosiones: “No fue un atentado, no tenemos ninguna versión en ese sentido. Nos parece totalmente improbable”. La gran explosión fue de más de 10 mil kilogramos de trotyl.

“Una bomba de tiempo”, dice Walter Dominici4 desde su cama en el Hospital de Urgencias de Córdoba capital. La madrugada del 4 de noviembre, ingresó allí con su dedo pulgar amputado, producto de una esquirla que le cayó cuando se trasladaba del sector donde volaron los polvorines. Él era hijo del operario que accionó la alarma en la Fábrica Militar. Cuando todo empezó a explotar, agarró su bicicleta y fue a buscar a su papá.

Muches hablaron de “la mano de dios”, “el milagro”, “la suerte” de que el bombardeo dejara “tan solo 7 muertos” y que les 600 trabajadores, que, a esa hora, estaban en todo el complejo fabril, estuvieran lejos del lugar de la explosión: fuera por sus descansos habituales de 20 minutos o bien porque se habían ido a cobrar la mensualidad en los camiones de seguridad establecidos en el patio de la fábrica.

Hoy, sabemos que nada de eso fue casual. Ni la suerte de que les trabajadores no estuvieran cerca de las explosiones ni que los proyectiles se dirigieran al pueblo y no hacia el polo químico que se halla a 600 metros de los polvorines y a 4 km del centro. En los predios de Atanor y Petroquímica, había, a cielo descubierto, tambores conteniendo 200 toneladas de cloro líquido. Un solo litro derramado se podía transformar en 400 litros de gas de cloro y llegar al centro de la ciudad en escasos minutos5.

En la FMRT, además del armamento pesado, municiones de artillería, morteros y partes de tanques militares, se producían lanzafumígenos. En el área química, se elaboraban, por mes, 1.200 toneladas de amoníaco, más de 5.000 toneladas de ácido nítrico, 810 toneladas de nitrato de amonio, 3.900 toneladas de ácido sulfúrico. La cantidad de proyectiles que figura como lo que se producía “legalmente” eran 27 mil6.

La información es escasa, oculta, encriptada. Los verbos están en condicional en el archivo de los diarios de ese año. Argentina “habría realizado” ventas entre 1991 y 1995. La operación “habría sido” autorizada por tres decretos secretos. La lista de armas enviadas a Ecuador, según el el diario El Comercio (Perú), incluyó 8.000 fusiles FAL, 36 cañones de 105 y 155 milímetros, 10.000 pistolas, 350 morteros, 50 ametralladoras pesadas y munición, 58 millones de balas, 45.000 proyectiles de cañón, 9.000 granadas y 200 toneladas de explosivos. ​Calculan que 36 cañones y más de 25 mil fusiles de combate FAL, misiles Pampero de corto alcance, minas antipersonales, granadas y miles de toneladas de municiones viajaron desde Argentina hacia la ex república comunista de Yugoslavia y fueron utilizados en la guerra por croatas en combate contra los serbios.

El Estado ocultó la venta ilegal de armas reventando una ciudad, regando kilos y kilos de bombas por sus calles, por sus casas, por sus infancias, por sus escuelas. Omar Gaviglio, jefe de la planta de carga en 1995, dio cuenta de cómo se borraban los escudos del Ejército Argentino en el armamento.

El 30 de noviembre de 1995, el gobierno nacional rechazaba cualquier tipo de responsabilidad por el material bélico que había llegado a Croacia. Menem negaba la venta directa de armas. Por ese entonces, Edberto González la Vega era el coronel titular de la Fábrica Militar de Río Tercero. Fue la persona asignada por el interventor en FMRT, Juan Carlos Andreoli, luego de sacar a Jorge Cornejo Torino. Toda la cúpula de la Fábrica Militar era relevada. De la Vega sería, años después, encontrado culpable en la causa por la venta ilegal de armas a Croacia y Ecuador.

Su abuelo lo visitó en
los sueños, bajó del
molino y lo abrazó

Para que soñarlo


Aunque buscamos y preguntamos y rememoramos en nuestros cuerpos, el 3 de noviembre de 1995 no ha sido motivo de sueños representacionales.

Las personas no sueñan ese día, no repiten la jornada ni los hechos mientras duermen. No mezclan sus corridas en pijamas con sus ancestras ni con seres misteriosos. No narran lo sucedido como película mental durante la noche.

Ronald Cittadini soñó una vez con un molino y su abuelo. No era cualquier molino, sino aquel al que su abuelo migrante se subía todas las noches, aquel al que se ataba con un cinto para no caerse mientras dormía, cuando vivía en el campo y era peón rural. Se trepaba para proteger su cuerpo de los lobos, de los perros salvajes y de los zorros que lo acechaban a él y a su comida. Su abuelo, tras el atentado, lo visitó a Ronald en los sueños. Bajó del molino y lo abrazó.

Tal vez, lo real totalizó la experiencia. No dejó lugar para la metáfora, para la alegoría. No dejó lugar para la fantasía cuando la pesadilla fue presente. No soñaron salir a la calle en pijamas: efectivamente, corrieron en pijamas. Hollywood en casa. Para qué soñarlo.

Les vecines interrogades de Río Tercero dicen no haber soñado con las explosiones. Sin embargo, algunas personas encuentran las huellas de 1995 en una tormenta onírica, en ver un fuego, en sentir viento en un sueño, en correr mientras el mundo se va desvaneciendo por atrás. Y saben que eso alude a las explosiones. Huellas de la piel, de los ojos, de los oídos, en sus expresiones sensoriales más elementales. No necesitan un hongo de humo negro para saber qué se trae el viento. Recuerdan el calor de ese día en Río Tercero. Y los sentidos, los cuerpos en su animalidad, registraron la amenaza que se avecinaba.

Aunque no hayan soñado escenas que repetían lo vivido, muches tuvieron dificultades para dormir de nuevo. Ese lugar, en el que reparamos afectiva y físicamente nuestro trajinar cotidiano, no fue, por mucho tiempo, un lugar amable.

Algunes, que pudieron escribir sus mundos oníricos, ataron la explosión al amor familiar. Como Ana Gritti y les otres familiares en la vigilia, otras en el sueño escribieron:


“(...) corremos
como animalitos
a rescatar la madre

en la esquina
un hongo gris
nos aprieta

solo pudimos
abrazarnos al vientre
del que nunca quisimossalir”.

Poema escrito por Melisa Álvarez, en base a un sueño

"Cuando se concluyan los registros de la historia sobre la sociedad capitalista, cuando todos sus crímenes sean expuestos a los ojos de todos y cuando se dicte el veredicto definitivo de una humanidad tardía, creemos que, entre esos crímenes, aquellos referidos a los maltratos de los niños proletarios tendrán el mayor peso ante la historia juzgadora.”

Rosa Luxemburgo

Todavía no se pudieron dar
ese abrazo que antecede
al descanso

Cuanto vale una vida


El 8 de mayo de 1999, la Comisión de Damnificados realizaba un corte de ruta a la altura del Dique Piedras Moras, en la ruta 36. Mientras en Cutral-Có, Plaza Huincul, General Mosconi y distintos puntos del país se gestaba el Movimiento Piquetero, en Río Tercero también se ocupaban las calles.

Mario Ponce, abogado y compañero de camino de la mayoría de les damnificades, decía en aquella manifestación: “Acá, la cuestión judicial es la expresión de un problema social”. Mientras el Estado contrataba decenas de abogades para blindarse de los litigios, les pobladores respondían: “Nuestra lucha es por el futuro”, “este es el camino: la movilización”, “el pueblo unido jamás será vencido”. Algunas de las primeras movilizaciones, fueron marchas del silencio.

“Después de que triunfemos, vamos a reunirnos entre todos”, decía Ponce en pleno piquete, al calor del sol, en 1999. Pero Oscar Gigena, uno de les referentes de la Comisión, nos recuerda con la voz quebradiza, en el año 2020, que su amigo el Negro ya no está, como otres 3 mil daminificades. Todavía no se pudieron dar ese abrazo que antecede al descanso. Muches compañeres de lucha ya no están y, aunque sus hijes puedan cobrar el dinero, la justicia no llegó para elles.


Cámara fotográfica en mano, viendo una manifestación

Oscar tiene el barbijo puesto, pero la sonrisa se trasluce en los ojos. Hay gentes que son así, que sonríen con todo el cuerpo. A Oscar le dicen Coqui o Huevo, según las épocas compartidas de quien lo nombra. Porque él ha atravesado muchas luchas, desde los 90, desde lo gremial, lo vecinal y por las explosiones. Entonces, colecciona compañeres de décadas y de regiones distintas. Y esos compas lo comparten a él. Oscar tiene el barbijo puesto, muchas jornadas de militancia en el cuerpo. Pero no se lo ve cansado. De hecho, contagia esperanza.

Oscar nos recibe en la casa de su hijo, abre la reja, la puerta y el corazón. Ávido de compartir lo que sabe, lo que hizo. Pero, sobre todo, lo que hicieron, en plural. Vemos juntes, en su celular, el video del corte de ruta del año 99: “Acá estoy yo y este es Mario Ponce”. Se le ilumina la cara viendo esas imágenes, recordando el largo camino.

Mientras nos cuenta y enumera leyes, decretos, años, fechas, se detiene y nos cuenta sobre una asamblea de la Comisión de Damnificados hace ya muchos años. Eran tantas personas que tenían que pedir un club local para hacerla, llenar de sillas y contratar equipo de sonido. Así de muches son les damnificades, los daños, las heridas, que esperan todavía, como él.

El 11 de noviembre de 1995, el diario local, Tribuna, publicaba los montos estipulados por decreto para indemnizar a les habitantes de Río Tercero:


Tabla de valores indemnizatorios

El dolor, la pérdida, el pánico, la muerte, el despojo, rápidamente, encontraban cuantificación. La Comisión de Damnificados de Río Tercero sostuvo y sostiene, hasta la fecha, un reclamo durante 25 años, por daños morales, psicológicos y materiales no reconocidos.

La denuncia de la injusticia fue sostenida por 10 mil familias. Y, en muchos momentos, su lucha fue nombrada como espuria, egoísta, interesada. “La industria del juicio”, decían algunes. Sin embargo, al hablar con sus integrantes, como Coqui, que hoy tiene 60 años, pero empezó con 35 y sus hijos pequeños, vemos las marcas de la lucha. Como todas las batallas desde abajo, deja huellas en el cuerpo, deja cansancios y hasta enfermedades. Pero deja, sobre todo, la marca del genuino y digno orgullo de quien sabe que está de pie.

Eses damnificades no bajaron los brazos, sostuvieron el reclamo vivo, viajaron a Buenos Aires y a Río Cuarto, hicieron asambleas, negociaron una y otra vez, y hasta diseñaron propuestas de cooperativas de vivienda y fondos solidarios para les riotercerenses, que nunca, pero nunca encontraron eco en el Estado.

Por eso, el reclamo de indemnización es una denuncia de la injusticia. Y es, también, un reclamo de responsabilización: porque la traducción monetaria del dolor no es justicia, pero sí es reconocimiento del flagelo. Su pago debería estar pronto a salir, según la Resolución 14/2019 de diciembre de 2019 que operativiza la Ley 27.179. Pero siguen esperando. 25 años después. 25 años de organización después.

No hay industria ni juicio rentable, que descansa sobre los cuerpos bombardeados, con 25 años de espera.

El reclamo de
indemnización
es una denuncia
de la injusticia

Siete son demasiades


Frente al televisor, él mira una película bélica con su hija. “Rescatando al soldado Ryan” tiene una escena inicial fuerte, intensamente violenta: una secuencia de varios minutos de un combate en la playa. Los soldados se arrastran, gimen, mueren y la cámara avanza. Como narrador omnisciente, la cámara registra la sangre, los miembros, el llanto, pero avanza.

Ella, de 17 años, no se percata de que su padre está profundamente estremecido. Su corazón le late muy fuerte, las manos le sudan, extrañamente, pues eso nunca le pasa. Tiene el puño apretado, tenso. Tiene los hombros alerta, la mandíbula rígida. Los ojos tiemblan vidriosos. La respiración contenida.

Cuando la escena acaba, finalmente acaba, él detiene la película y se va a la cocina a tomar un vaso de agua. “Eso fue demasiado realista”, dice en voz baja el veterano de guerra, que nunca habla de lo que vio y lo que vivió.

Ella, angustiada por estar ajena a lo que estaba pasando, se pregunta por el consumo de violencia, el consumo de guerra, en la comodidad de su sofá, con la liviandad del pururú que come. ¿Nos prepara esta escena para la guerra? ¿Hay expiación en estar listes para el horror? ¿Hay culpa en no estar listes, en confiar en que nos están cuidando, en bajar la guardia? Culpa. Expiación. Violencia. Horror.

Muerte.

El dolor tiene muchos rostros, muchas formas, historias, intensidades. Pero, sin dudas, el 3 de noviembre fustigó de dolor a todo un pueblo. Les riotercerenses corrieron despavorides, corrieron por sus vidas y perdieron vida en el camino. Perdieron sueño, perdieron miembros, perdieron paz, perdieron audición, perdieron amores. Hijes, parejas, madres y padres, perdieron la vida en manos del Estado. Eso es lo que se llama terrorismo de Estado. Un Estado que planificó, ejecutó e intentó ocultar un atentado a su propio pueblo. Regó dolor. Regó muerte. Para ocultar la venta de armas para la muerte de otros pueblos.

Laura Muñoz tenía 27 años. Murió en barrio Escuela por el impacto de una esquirla mientras huía con su familia de su casa, que estaba muy cerca de la Fábrica.

Elena Rivas de Quiroga, de 52 años, murió por el impacto de una esquirla en el brazo, mientras andaba en bicicleta cerca del Club Casino. Iba a buscar a sus familiares de barrio Fábrica.

Hoder Dalmasso era docente en la escuela técnica ENET “Manuel Savio”. Murió de un ataque al corazón mientras se alejaba de la zona roja en su auto. Antes, había velado por el bienestar de sus colegas y estudiantes.

Romina Torres tenía 15 años. Murió en barrio Escuela, en la calle Gral. Roca, cuando salía del colegio secundario “José Hernández”. Tras un fugaz abrazo con una amiga, una esquirla la encontró.

Aldo Aguirre tenía 25 años. Murió por el impacto de una esquirla en su rostro. Estaba a más de un kilómetro de la planta de carga, trabajando en el espacio público, cerca de la terminal de ómnibus.

Leonardo Solleveld tenía 32 años. Fue el golpe de una esquirla, en barrio Cerino, lo que lo fulminó. Buscaba desesperadamente cómo evacuar a su familia: su esposa y tres hijos. Salió corriendo a buscar un remis y nunca volvió.

José Varela era empleado de la Fábrica Militar Río Tercero. José trabajaba ahí desde 1978. Cuando empezaron las explosiones, no se fue a su casa, no huyó al punto más lejano de la ciudad, no se evacuó a otras localidades. Estuvo todo el día, desde las 9 de la mañana hasta las 18 horas, en el mismo predio de la fábrica, ardiente y explotando. Soportó los estruendos y el miedo a metros durante todo el día para cuidar la casa de un superior: el Mayor Diego Gatto7. El mismo militar que, años después, fue encontrado culpable de la voladura de la FMRT. José murió en Corralito, de un paro cardíaco, esa misma noche.

“Parecían pedazos de papel quemado”, narraría la madre de Laura Muñoz al periodista de Río Tercero, Fabián Menichetti. Pero no eran papeles, sino metal ardiente. Metal que volaba en noviembre, que mataba en noviembre. Pero así como mató, también golpeó en cuerpos, casas y corazones. Como la destrucción. El tiempo avanza, como una cámara omnisciente.

“Parecían pedazos de papel quemado”

Esto es bosnia


“Primero, vi fuego y una luz blanca, sentí que el cuerpo me ardía y, después, un viento fuerte, como un huracán, todos gritaban por ayuda, yo iba a los gritos rezando el Padre Nuestro mientras caían como carbones encendidos, hierros, bombas, no sé”.

El testimonio es de Silvia. No sabemos nada de ella, solo que describió ante un medio de comunicación lo que sintió. Que narró lo que vio. Lo que gritó. Leer fragmentos, relatos de ese 3 de noviembre, recorrer el modo en que los diarios titulaban lo que había pasado en Río Tercero, da cuenta de un relato de guerra.

Un reportero, que llegó volando a las 11 de la mañana ese día, contó que, a 300 metros de altura, cinco minutos de vuelo y 18 kilómetros, se observaba la humareda azul oscura que trepaba a 1.500 metros de altura. No podía ver lo que pasaba abajo8.

El piloto descendió en un pequeño baldío. El reportero bajó. Y vio lo que desde arriba no se veía. El bombardeo, la lluvia de metales. “Esto es Bosnia”, diría luego.

Mientras, en Río Tercero, explotaban miles de proyectiles, del otro lado del mundo, llegaba a su fin la nombrada “guerra de fin de siglo”. El miércoles 22 de noviembre de 1995, Serbia, Bosnia y Croacia acordaban la paz: un pacto que fue alcanzado en una base de la Fuerza Aérea estadounidense en Dayton, después de tres semanas de negociaciones. El dólar entraba a Europa del Este, como también lo hacía una fuerza de 60 mil soldados encabezados por la OTAN. Ambos, símbolo de la globalización.

Tres años y medio de enfrentamientos. La ex Yugoslavia dividida en zonas militares administradas por Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos. 250 mil muertes y dos millones de refugiades. Las cifras no alcanzan para dimensionar la magnitud de las violencias que quedaron marcadas a fuego de esquirlas en los cuerpos de tantas personas, en las vidas de tantos territorios.

Dos días después del bombardeo en Río Tercero, se producía la llegada de varios presidentes a Argentina por la Cumbre del G15. Era la quinta cumbre de las, por entonces, 15 naciones en “vías de desarrollo”: siete países de América, tres de Asia y cinco de África. En Argentina, el año 1995 fue año de elecciones y Carlos Menem se convertía en el primer presidente reelecto desde la recuperación de la democracia a escasos meses de la trágica muerte de su hijo. Y, también, en el primer presidente argentino que recibía al G15.

En noviembre, el ministro de Economía, Domingo Cavallo, anunciaba el despido de 19 mil empleades públiques en el marco de lo que llamaron la segunda reforma del Estado. Cierre y fusión de 120 organismos estatales y una aceleración de las privatizaciones de entes públicos. Desde Córdoba, Mestre diagnosticaba que “sobraban” 15 mil estatales: la reducción del personal en la provincia se concretaría a lo largo de 18 meses.




Mientras que, el 24 de noviembre, se producía el segundo atentado en Río Tercero, Carlos Menem recibía sonriente la visita de Lady Di, “la princesa de los pobres”, como la nombraban en los medios de aquellos noventa teñidos de color rosa. La Quinta presidencial de Olivos abría sus puertas a la visita de Diana Spencer entre sonrisas brillantes y un récord de desocupación del 18,4 % según INDEC. La revista Gente inauguraba con la visita de Lady Di el “motopaparazzo”, fotógrafes siguiéndola por la ciudad en moto, buscando terrazas desde las cuales sumergirse a su intimidad, ventanas desde las cuales entrar a las habitaciones de la monarquía inglesa.

Ciento cincuenta testigos empezaban a circular por los pasillos de Tribunales: era el comienzo del juicio oral y público por el asesinato del soldado Omar Carrasco, ocurrido en marzo de 1994 mientras cumplía con el servicio militar obligatorio en Zapala (Neuquén). Su asesinato derivaría en la suspensión de la Ley N° 3.948 que establecía la obligatoriedad de la milicia. Los siete militares procesados por encubrir la muerte del soldado Carrasco quedarían sobreseídos diez años después.

Aquel noviembre, América Latina estaba convulsionada. Desde Brasil, se escuchaba la voz de les desplazades del Movimiento sin Tierra, los continuos reclamos por una reforma agraria de parte de sectores campesinos. En Ecuador, se realizaba un plebiscito que rechazaba las reformas constitucionales planteadas por el entonces presidente Sixto Durán-Ballén en pos de la privatización. En Colombia se seguían creando “Convivir”, estructuras que legalizaron el paramilitarismo y el más sangriento neoliberalismo de Nuestramérica. Desde el sur de México, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional proponía un movimiento de liberación nacional de los pueblos oprimidos, tras un año de su aparición pública y la entrada en vigencia del Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Aquel noviembre, al día siguiente de las segundas explosiones en Río Tercero, Menem saludaba por su cumpleaños al dictador sanguinario Augusto Pinochet, quien, desde Chile, proponía cuidar a los ricos para que den más.

Un saber correr.
Un saber atravesar
campos.

De dónde viene el viento


Viento norte, aliento de fuego. Mientras se acerca a unas mujeres que le pidieron hielo para achicar el calor de esa tarde de noviembre, Ronald mira el colectivo que acaba de llegar a los hoteles de Embalse de Río Tercero. Está sorprendido. Se acerca y se pone a dialogar con les profesionales que fueron enviades desde Córdoba capital y CABA para asistir y acompañar a quienes se evacuaron tras la primera explosión. Las caras son de desconcierto. Comprende que sus colegas no están cómodes en ese rol de intervención al que habían sido asignades “desde arriba”. Se sentían irrumpiendo en una realidad que no conocían. Luego de algunos diálogos, el colectivo decide marcharse con les profesionales de vuelta a Córdoba y Buenos Aires.

Ronald Cittadini es trabajador social. Cuando conversamos con él, narró esta anécdota para comprender lo que implicó trabajar acompañando a les miles de autoevacuades durante las explosiones. Él fue parte de una red comunitaria en salud pública junto a muches otres profesionales9. El equipo de salud conocía en profundidad a gran parte de las familias de barrio Monte Grande y había comenzado a trabajar en barrio Cerino, dos de los barrios más afectados por la voladura de la FMRT. Esto les permitió actuar con comodidad y fluidez, a contraluz de les profesionales que venían de afuera.

En noviembre de 1995, Ronald trabajó en uno de los centros de evacuación: el de Embalse de Río Tercero. Conserva, todavía, decenas de papelitos con nombres, teléfonos, habitaciones asignadas a les habitantes de la ciudad contra les que habían atentado. El equipo de salud registró 1.200 personas alojadas allí, aunque todos los municipios y comunas de la zona organizaron la recepción de autoevacuades.

Quienes caminaron por esos pasillos vieron las caras de consternación y sintieron la incertidumbre inconmensurable. Algunas familias que se habían autoevacuado decidieron volver a sus casas esa misma noche. Con vidrios estallados, con casas destruidas, muches igual querían volver a hogares bombardeados, pero hogares al fin. Para muchas otras familias, fue un exilio que comenzó aquel 3 de noviembre. Al día siguiente de las explosiones, la evacuación se tornaba una “recomendación” de Estado. El intendente lo sugería por la posibilidad de que hubiese explosivos bajo los escombros. La zona roja incluía barrio Las Violetas, Escuela, Cerino y El Libertador. Se estima que la cantidad total de evacuades fue de 15 mil riotercerenses. El 6 de noviembre, retornaron a Río Tercero la mayoría de les evacuades en los Hoteles de Embalse.


Diario con nota alusiva

Los planes estatales siempre fueron insuficientes e, incluso, contraproducentes. A tal punto, nos cuenta Ronald que, a un mes de las explosiones, la Municipalidad organizó un plan de evacuación en barrio Monte Grande y, unas horas antes, las familias se iban a pasar el día a las sierras: “Se evacúan del plan de evacuación”, decía irónicamente.

Fue un “shock esperado”: no estábamos preparades, pero sabíamos que había que salir de la ciudad si algo pasaba, porque nos lo habían enseñado las instituciones, los lugares de trabajo, las escuelas con los repetidos planes de evacuación que practicábamos. Ese “algo” podía ser una fuga química, una contaminación severa del aire, pero nadie imaginó antes la posibilidad de que cayeran miles de proyectiles sobre nuestros cuerpos. Conocimientos dispersos, como saber de qué lado viene el viento, conocer la pluma de dispersión de un escape químico, era algo que nuestras infancias tenían. Un saber correr. Un saber atravesar campos. Un memorizar el lugar donde vivían nuestras abuelas, nuestras tías. Puntos de encuentro. Algunas de nosotras, como Julieta Fernández, cuyo papá era operario en la Fábrica Militar, recuerda que, una vez, él le había dicho: “Usted, si llega a explotar la Fábrica Militar, váyase lejos. Porque Río Tercero desaparece”.




En 1996, todo el equipo renunció a sus puestos en el Programa de Atención Primaria de Salud: “A los pocos días que volvimos de Embalse, presentamos un plan para la ciudad que no fue aceptado porque la Dirección Nacional de Emergencias impuso otro plan. Y el equipo de salud escribió su renuncia luego de garantizar otra evaluación de cobertura de salud primaria”.

La APS, sin embargo, implicó un lugar de escucha de las miles de personas que habían corrido. Una escucha que implicaba respetar los tiempos de los duelos, de los silencios, así como la repetición del relato una y otra vez. “Entrar a los barrios con el motor apagado”, nos dice Ronald, haciendo poco ruido y, más bien, sumándose a la vida cotidiana para escuchar a la gente cuando quiera hablar. Algunos procesos más paulatinos y otros más inmediatos de sacar las palabras del cuerpo, de acompañar en la reapropiación de los hogares destruidos, en las decisiones de no volver a habitar Río Tercero. ¿Cuáles son los tiempos de reparación personal? ¿Cuáles son los que impusieron las gestiones estatales burocráticas? Dos años después de las explosiones, el equipo de salud publicaba un libro contando lo que hicieron. Un libro colectivo, en épocas donde el individualismo buscaba arraigarse en las mentes.

La evacuación, el desarraigo o el exilio son siempre situaciones de mucha vulnerabilidad. Elles estaban encargades de acompañar y escuchar ese dolor. Adultes, niñes, jóvenes, compartiendo un contexto de miedo e incertidumbre. En las segundas explosiones, un padre decía: “¿Con qué derecho le metieron ese terror a los chicos?”. Pero antes, ¿con qué derecho crecemos leyendo el sentido del viento por miedo a morir?

A la lluvia la recordamos.
Y sabemos que no apagó
nuestra memoria.

Soy todo lo que recuerdo


Una frazada a cuadros cubre la ventana de la casa de Julieta Fernández. Ella la mira, recuerda los vidrios. La vereda todavía está llena de esquirlas, tres meses después de las explosiones. Se acerca con miedo. Le da escalofríos. Está ahí, de vuelta frente a su casa. La indignación convertida en duelo abierto puede tener un potencial político enorme, dice Judith Butler.

Cuando la onda expansiva arrojó una bomba con espoleta sobre su cama, Julieta estaba en el comedor. Tenía once años. Estaba sola mientras su mamá trabajaba en un taller de costura y su papá era operario en la Fábrica Militar. Estaba sola, escribiendo una canción que escuchaba por la radio.

Julieta recuerda todos los detalles. Corrió los vidrios que bloqueaban la puerta para poder salir. Sintió un ardor en su espalda. Pero eso fue después. Abrió la puerta y vio el hongo en el cielo. Su canción quedó sepultada.

Los testimonios se multiplican por miles y los detalles siempre están en nuestra generación treintañera. La imagen exacta de dónde cayeron los vidrios. El sonido de la gran explosión. Las bombas fusionadas con cemento. Los huecos en las paredes. Las esquirlas que quedaron minadas en el pavimento. El color del humo. Los rostros de sus vecinas. El volver a habitar una casa que fue bombardeada.

Julieta vivía en la zona roja de las explosiones, a una cuadra y media del tejido de alambre que la separaba del predio de la fábrica. Durante tres meses, no quiso volver a su casa y se quedó en lo de su hermano, en uno de los barrios más alejados de la fábrica.

Los cientos de toneladas de escombros, la remoción de los mismos en las manzanas contiguas. Los objetos aplastados por los techos. El alhajero con collares de fantasía, el Fiat 128 abollado, las rajaduras en la pared.

Mientras Julieta estaba autoevacuada en barrio Panamericano, los proyectiles esparcidos por los barrios afectados por las explosiones eran derivados a una zona de canteras ubicadas a 3 km al oeste de la ciudad, las canteras Bagra y Mercadal. Cada 45 minutos, entre las 7 y las 19 horas, se escuchaban 20 detonaciones. Diarias. Recolectar, clasificar y desactivar los proyectiles.

Mientras Julieta se negaba a retornar a su casa, algunes jóvenes volvían a clases en las escuelas que todavía estaban en pie. Dos horas de clases diarias que serían suspendidas tras la segunda explosión, la del 24 de noviembre.


Edificio destruido

El 9 de noviembre, comenzaron a cuantificar los daños materiales. Las pérdidas. Allí no entró aquello que no se podía contar: el platito de cerámica de la abuela, el adorno de mármol que una tía trajo de Mar del Plata, las cartas guardadas en una cajita. Todo bajo trampas metálicas, montañas de ladrillos.

Las 320 viviendas que rodeaban la Fábrica, las cuatro manzanas más cercanas a los polvorines, quedaron destruidas. Más de mil resultaron severamente afectadas. Tres mil viviendas con daños que el Estado consideró de “mediana” importancia.

El 24 de noviembre, la ciudad volvió al caos. Estallaron bombas que las autoridades consideraban desactivadas. Otra vez, dijeron “accidente”: un proyectil “habría” originado un incendio en pastizales que “habrían” alcanzado las bombas y municiones almacenadas al aire libre. “Pareciera que el diablo nos persigue”, dijo Cornejo Torino. El 25 de noviembre, llovió mucho. Dicen que eso contribuyó a apagar parte de los proyectiles que todavía estaban candentes. A la lluvia la recordamos. Y sabemos que no apagó nuestra memoria.

Memoria desde
distintos registros
sensibles.

Y aún tengo la vida


Ronald estaba en su casa cuando la primera explosión tuvo lugar. Dos horas después de que el atentado se pusiera en marcha, él salió en su bicicleta hacia la Municipalidad, para comenzar el proceso de acompañamiento y actuación ante la contingencia. A partir de allí, comenzaron a moverse con sus colegas y la bici quedó abandonada en la planta baja del palacio municipal. A los dos días, aparece un vecino por su casa y le dice “Ronald, le trajeron la bici”. Todavía está estacionada en el garaje de Ronald. A pesar de que muches hablaban de redes de solidaridad rotas, él vivió exactamente lo contrario: “Se trata de un fractal, de un movimiento mucho más complejo que involucró a más de 15 mil personas en la primera hora de la explosión”. Un potencial de cooperación, de autoorganización que permitió que miles de personas salvaran sus vidas. El pueblo, nuestro pueblo, tenía un tejido de solidaridad que cuesta dimensionar. Vecines que ofrecían su auto para huir de la ciudad, que abrían las puertas de sus casas para refugiarse lejos de las bombas, que ayudaron a encontrarnos con nuestros familiares en medio del estallido, que levantaron cuerpos heridos por las esquirlas.

De noviembre nacería, también, la memoria y la rebeldía de algunes, que no soltaron los nombres de sus seres queridos. Y no soltaron la búsqueda de verdad y justicia. Artistas nucleades en “Río Tercero, un cauce común” sostuvieron durante años aquellos reclamos, materializados en obras plásticas, teatro, poemas, escultura y música. Pero, sobre todo, les artistas sostuvieron una grupalidad que nutrió a la ciudad como lugar de producción política y cultural. “Porque el arte es un intento de develar lo misterioso y de desvelar a los posibles culpables”, decían. Construyendo memoria para recordar no solo la tragedia, sino a quienes eran sus responsables. Memoria desde distintos registros sensibles. En 2013, por ejemplo, Raquel Piedrabuena presentaba una obra en acrílico sobre tela titulado “El verdor incierto de un árbol solitario”10. Ese mismo año, el escritor y activista Jorge Martino escribía un Manifiesto, que acompañaba la pintura. El árbol que, en tiempos de incendios como en este 2020, es vida en sentido literal y metafórico, representaba para les artistas la soledad de la espera, el anhelo de su cobijo, la incertidumbre, la esperanza. Se preguntaba: “¿Llegará a aromarnos con la satisfacción de saber que, después de tanta lucha intransigente y conmovedora, de tantas idas y venidas, la impunidad de los malditos culpables al final será vencida?”11.


El cantautor riotercerense Guillermo Vigliecca escribiría en su canción “Y aún tengo la vida” este llamado a vivir en la apuesta colectiva, en la lucha y en la redención de quienes buscan incansablemente: “Canto porque mi lucha es la tuya/ Y tu lucha es la de todos y de los que ya no están/ Brindo que esta marcha por nosotros/ nos libere del espanto y nos lleve a la verdad”12.


La lista de quienes guardan esa voluntad de combate no es infinita. Pero ojalá les riotercerenses sepan, también, que no es corta. Además de les artistas y la Comisión de Damnificados, además de familiares de víctimas y de Omar Gaviglio, serían distintos periodistas, realizadores, fotógrafes, abogades, docentes y estudiantes quienes levantarían, año a año, el deseo de construir memoria y el reclamo por saber qué pasó en 1995.


Una persona ineludible fue Ana Gritti, esposa de Hoder Dalmasso, abogada, madre de dos hijas. Ella embanderó la lucha por justicia. Pero no como quien lleva la bandera en una fiesta: puso el cuerpo, puso conocimiento, puso sus recursos, su tiempo vital. Ana Elba Gritti fue querellante particular contra el Estado en la causa de las explosiones y siguió paso a paso la causa durante más de una década, velando contra los intentos reiterados de cerrarla, de que prescriba o de juzgarla como un accidente.


Siempre supo que había sido intencional. Lo reiteró y lo proclamó, incluso, cuando no era tan sencillo decir semejante cosa. En una entrevista a Radio María, Gritti afirmaba: “Esto fue terrorismo de Estado, pero en democracia”. Intuición, pero también tenacidad e investigación, nombraba una de sus hijas en una entrevista televisiva. El abogado Ricardo Monner Sans dijo sobre Gritti: “Es relativamente fácil ser valiente en la ciudad de Buenos Aires (...) Es difícil, imposible, entender la fortaleza de Ana Gritti”.


Sería tal vez ese sentimiento tan hondo, como nos enseñaron las Abuelas y las Madres, de quien ama y no olvida, y no perdona porque no corresponde perdonar a quien no pide perdón. Quien cierra el puño, ajusta la mandíbula, enfrenta el miedo y se anima a proferir esas palabras inconmensurables: verdad y justicia.

Verdad y justicia

Citas


1 Información que reconstruye Menichetti (2011, p.35)

2 “Menem admitió que la Fábrica Militar podría trasladarse” (La Voz del Interior, 04/11/1995, 14A).

3 “La tragedia tan temida” (La Voz del Interior, 04/11/1995, 22A).

4 “Todos sabían que era una bomba de tiempo” (La Voz del Interior, 05/11/1995, 22A).

5 “Seguridad versus empleo: se reabre el debate” (La Voz del Interior, 05/11/1996, 20A).

6 Infografía publicada en La Voz del Interior, 04/11/1996, 16A).

7 Información recuperada por el periodista Fabián Menchetti, en el marco de una entrevista con la madre de José Varela.

8 “Imágenes apocalípticas, desde el cielo y la tierra” (La Voz del Interior, 04/11/1995, 13A).

9 Algunas eran Mónica Audisio, Claudia Berardo, Silvia Blatto, Silvia Melano y Sebastián Bertucelli. La mayoría de los equipos de APS se comenzaron a integrar en junio de 1994, aunque algunos ya trabajaban en alguno de los barrios desde hacía dos años o eran empleades municipales desde antes.

10 http://raquelpiedrabuena.blogspot.com/

11 http://manifiestoexplosiones.blogspot.com/2013/10/manifiesto-2013.html

12 http://guillermovigliecca.blogspot.com/



Referencias bibliográficas


Menichetti, Fabián. (2011) “Esquirlas de noviembre. Cuando Río Tercero fue bombardeado desde las sombras de la corrupción”. Casa de las Tejas Editora. Córdoba.


Colautti, Fernando (2013) “Río Tercero tiene historia”. Biblioteca Popular “Justo José de Urquiza”. Río Tercero.


Gritti, Ana Elba (2004) “Río Tercero. Un crimen sin nombre… publicado”. Editorial Dunken. Buenos Aires


Audisio, Mónica; Berardo, Claudia; Blatto, Silvia; Cittadini, Ronald; Melano, Silvia. Bertucelli, Sebastián (coord.) (1997) “Redes comunitarias en salud pública. La experiencia de Río Tercero Mudanzas en la media luna”. Bellvigraf. Río Tercero.



Agradecimientos


A la Biblioteca Popular Justo José de Urquiza, Gladys Sassaroli, Coqui Gigena, Ronald Cittadini y Silvia Blatto, Natalia Garayalde, Sebatián Salguero, Mika Damico Bossio, Raquel Piedrabuena, Julieta Fernández, Melisa Álvarez, Irma Montiel. Y con una especial dedicación a cada infancia que recibe injustamente los golpes del neoliberalismo.

MEMORIA EN CÓRDOBA (1995)

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